Pepe

         Todos callaban esperando una respuesta. Le observaban, ofreciendo la oportunidad que él sabía que no había de aprovechar. Poco podía hacer, así que lo dijo, de golpe y sin coger aire, guardándose de decir nada innecesario o confuso. Desde la tarima, Lurdes fijaba los ojos en la persiana del fondo, como si de repente ese objeto hubiese adquirido una importancia inesperada. Pablo en cambio, se le había acercado hasta burlar toda barrera de espacio personal, y se dedicaba a interrogarle los ojos. Miranda se había quitado las gafas y sollozaba, moviendo rítmicamente los hombros, que subían poco a poco hasta las orejas para caer a su altura natural, en un gesto más vulnerable que acosador.
       Finalmente alguien se atrevió a preguntar, y ella sabía que no había respuesta capaz de satisfacerlos. Así que no contestó. Repitió mentalmente:“Estaba muy cansado”.
       Le pareció que había andado atrás en el tiempo. Julia le recogía la chaqueta y Pablo le había vuelto a robar la estilográfica, cuando alguien había alertado de que Pepe no se movía. Lurdes había hecho chirriar la tiza en la pizarra, para que Pepe despertara de un salto y toda la clase alzara una carcajada que haría enfurecer a Don Diego. Pero Pepe no se había movido y Miranda se había acercado repitiendo su nombre, a modo de conjuro, para notar que tenía la piel escandalosamente fría. Apoyaba la cabeza encima de las manos, con los ojos entornados, posición habitual en él desde el primer día de clase, en que el bullicio no le impidió adormilarse.   Los segundos en que Miranda rozaba el cuello de Pepe con sus dedos lo habían cambiado todo para siempre. Como cuando su madre había entrado en la cocina, lo había subido a su regazo y le había contado que el abuelo Tomás era ya muy mayor, estaba muy cansado y se había ido para no volver. Ese trocito del tiempo en que Miranda giraba el cuello, aterrada, en dirección a la pizarra, Lurdes lo entendió y todos lo entendimos y un pequeño caos se formó en la clase de matemáticas, que ahora se sentaba en círculo, a la sombra del plátano, esperando la llegada de las autoridades, que se llevarían a Pepe para siempre.
          Pero todos le seguían presionando en silencio, y se le ocurrió que podría contarles que no había tenido elección. Había llegado pronto esa mañana porque su madre tenía que ir al banco. Pepe estaba en su sitio, bebiendo agua. Que no podía quitarse al abuelo Tomás de la cabeza, tomando café minutos antes de morir. En los zapatos de cordones simétricamente alineados con la mesita de noche y el pañuelo verde cariñosamente doblado encima de la almohada contraria, con la nota: “Estaba muy cansado”. Y en la pena que le había invadido el corazón, al entender que Pepe no iba a llegar a ninguna parte, y rodeando su cuello, apretó hasta que notó que no tenía que hacerlo más. Dejándolo donde estaba, callado como de costumbre, había permanecido unos segundos con los ojos cerrados, intentando ser consciente del clic que había hecho el universo a su paso.
            Nadie podría entender que no tenía otra opción, que Pepe no podía seguir dando esos tumbos, y se limitó a decir lo que creyó todos debían saber:

- Pepe ha muerto porque estaba muy cansado. El hámster Pepe se ha suicidado.

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