Los cinco

      
       Con el cloc del pestillo que pone punto y final a la discusión, Beth destensa los hombros y ladea la cabeza. Calcula unos treinta minutos de silencio, por eso elige al monstruito. Estira el brazo y sacude el polvo del lomo -le encanta el dramatismo del gesto, sonríe y piensa que las historias de miedo le ayudan a calmarse, sobre todo después del huracán Víctor.
       El ascensor ha tardado una eternidad en aposentarse en la planta baja, pero el móvil de Víctor no ha sonado. Le importa bien poco si izquierda o derecha, el frío petrifica y estremece, pero no va a acobardarse ahora. Rodillas, gemelos y tobillos siguen el ritmo suicida de las caderas; más allá prácticamente ya no siente nada. Busca un cigarrillo y vuelve a mirar la pantalla, casi por inercia, no atina a ver el bordillo y el resbalón le hace perder el equilibrio. Baja la cabeza y enfoca un semicírculo en la piedra, algunos números. Sonríe, una Rayuela.

        Ha encendido la radio para lavar los platos, pero no le presta demasiada atención; un anciano canturrea algo sobre un entierro a las cinco de la tarde. Observa su reflejo en la puerta de la secadora y maldice el momento en que le hizo caso para escoger las gafas. Aparta el pelo y persigue con las yemas el surco que deja la clavícula huesuda. Se da cuenta de que ya no hay más platos sucios, y al cortar el agua le sorprende un verso: Y un muslo con un asta desolada, a las cinco de la tarde.
       Ya se ha cansado de dar vueltas por el barrio y no le queda tabaco. Comprueba que la pila del Omega no se haya acabado, por comprobar, por ganar tiempo. Decide entrar en lo de Luis, que el cortado le devuelva el aliento, pensar en otra otra cosa. Cuando intenta sacar las monedas del pantalón se acuerda del bulto incómodo en la pernera izquierda. ¿Qué mierda de destino hace que esta mañana ella le haya deslizado El túnel por el bolsillo de los vaqueros? Es una novela corta, podría leerla para darle tiempo. Pero María Iribarne se le aparece con pecas, pecas por todas partes, y no consigue concentrarse. Busca con la mirada algún habitual para despotricar del partido del domingo, y se ve a sí mismo dentro de treinta o cuarenta años, empuñando un bastón y recordándola en cada mujer guapa, o porqué negarlo, en todas las que le crucen la mirada, y se acojona.
      El agua le resbala por la espalda y puede sentir como el vapor va llenando la habitación. En contraste con el blanco dañino de la bañera, su melena se ve mucho más rojiza, y no le da ninguna pereza cepillarse el cabello muy despacio, hasta que las púas de madera le duelan en contacto con la piel. Sabe que lo hace para acordarse de su padre, de esa voz rota que la embelesaba cuando le leía cosas que no entendía, y le daba igual. Pero ahora le importa, joder si le importa no haber vuelto a hablar con él. Se le escurre el jabón entre los dedos, tiene que trazar una danza estúpida para no dar de cabeza contra el mármol, y eso le recuerda de algún modo a Lucía Etxebarría; qué forma más estúpida de morir y qué Premio Planeta más inmerecido. Se envuelve como puede con el albornoz y desafía el frío del pasillo recorriéndolo a saltitos. Roba otra vez la camiseta azul y se calza los botines mientras se pone el jersey. De repente tanta angustia no la deja respirar.

      Las monedas pican contra el metal de la neverita anticuada de la barra, y Víctor le guiña el ojo a Luis, hasta mañana se entiende. En el asfalto se reflejan las luces que cuelgan de los postes, ¿No es demasiado pronto para poner las luces de Navidad? Vuelven a entumecerse los pies y piensa en la manta peluda, qué hija de puta ella que está calentita en casa. Dobla la esquina y le parece ver una moto alejándose avenida abajo, no puede ser. Acelera el paso para poder sorprenderla, seguro que se ha quedado dormida en el sofá, y podrá hacerse el enfadado un poco más, hasta que ella le clave la mirada y se desabroche la camisa, entonces ya no habrá vuelta atrás.
     Vuelve a olvidarse las llaves detrás de la puerta: se ha acordado justo antes de tener que avisar a la señora de enfrente. Se sentiría un poco violenta llamando a su puerta sin haberse siquiera aprendido su nombre después de tres años. Retrocede a tiempo y mete las llaves dentro del bolso, que pesa una tonelada. Se jugaría cualquier cosa a que le encontrará en la última mesa, y Luis le preguntará si le apetece una cerveza, aunque afuera haga un frío imposible. No podrá desabrocharse la camisa en el bar, pero ensaya en el espejo del ascensor un buena sonrisa. Apaga todas las luces y antes de salir arranca la publicidad del japonés del corcho y con lápiz de ojos le escribe: Me llamo Barro aunque Elisabeth me llame.

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