Carne de fetiche

      Uno entra en les Deux Magots, pasea por Saint Germain o por el Quartier Latin, y cree que pisa el mismo suelo que pisaron ellos. Y piensa que si no bebe mate, no fuma en pipa ó no tiene anigos toreros, su mundo personal es una mierda. Y si no esnifa cada viernes, no cambia de patria como de amante ni de amante como de jersey, tampoco es nadie.
       Mi mundo, y el de cada uno, es en parte impuesto, en parte postura. Yo no elegí mi nombre (Dios sabe que no) ni el color de mi pelo ni la largura de mis piernas. Podría no gustarme el fútbol, ser ingeniero, conducir un Cadillac. Pero todos los que queremos escribir, pintar ó cantar, pronto nos damos cuenta de que necesitamos de un mundo propio tan propio que sacrificamos un poco quién somos. Y lo demás lo inventamos. Sabemos que un universo propio con mucha fuerza puede impregnar de una esencia única todo lo que escribamos. Y sin duda parece más único ser hijo de un pastor luterano que de un abogado fiscalista, pero cada uno hace lo que puede.
        Se trata de escoger esos datos que convierten nuestro ser en más literario y más especial que los demás. No puedo evitar verlo como un ejercicio de escritura más. Tejer una buena historia vital por si la revista Times algún día quiere entrevistarnos. O para llenar una buena contraportada. Admitir sonrojados que leímos a Nabokov con apenas diez años o haber tenido contacto intelectual con alguno de los grandes, antes de que fueran grandes. Y si no disponemos de nada de eso, revelar alguna fobia o una desgracia profunda. ¿De eso se trata? Con quién estudié, en qué pueblo nací, si mi hermana era una cretina o si tuve un padre tiránico es lo que define cómo escribo? Todo eso explica cómo soy, pero no porqué soy, y es tan ajeno a mi yo literario como lo será para mis futuros lectores, tan sólo carne de fetiche.
      No espero que mis profesoras de primaria publiquen sobre mi alter ego párvulo, que no difería demasiado de los demás salvo por comer pegamento y parecer más un párvulo que una párvula. Y me da escalofríos pensar que algún día mis hijos puedan organizar visitas a mi casa, o subasten mis libros y mis queridas notas al margen. La ventaja de ser mujer es que probablemente no exista un viudo que administre mi fortuna, aunque tampoco creo que haya mucho que administrar. Espero que lo remarcable de mi literatura no recaiga en quién amé o donde viví, pero entiendo también que es imprescindible construir nuestro pequeño universo para disponer de una identidad que no se resquebraje línea a línea, texto a texto.

No hay comentarios: