El asalto

La había visto alguna vez, de eso estaba seguro. En el café o frente a la floristería de la esquina, no se acordaba del todo bien. Pero no era la primera vez que se encontraban. Y Ésta vez, no fue ella lo que llamó su atención. Fueron sus manos, que sostenían un ejemplar de La ciudad y los perros. Pensó en si se habría fijado en ella de no haberle atacado ese pedazo del universo en plena calle. Ciertamente él lo consideraba un ataque, un asalto. Fantaseó con la idea de que ella portara el libro al revés para que un posible transeúnte -quizá él- se fijara en su lectura y la abordara. Un café, una copa, el amor. Luego le convenció más como maestra de escuela, la que mataría en él la desidia necesaria para vivir en esta ciudad.
En los siguientes días no apareció. Sería absurdo afirmar que desapareció, porque para ello tendría que haber aparecido primero, y eso no es lo que hizo, como mucho se reveló. Y el asalto le rondaba más de lo que hubiese sido sano admitir. Soñaba con los ojos del pequeño militar, escrutándolo desde la portada, y en cómo le repetía que su nombre era Pantaleón, hasta que despertaba con el impulso irrefrenable de comer olivas.
No había vuelto a comer olivas desde el día de su boda. Lucía se empeñó en sustituirlas por nueces, alegando una serie de beneficios cerebrales que él no sabía si no quería o no podía entender. De pronto la imaginaba con el pelo recogido y dentro de la bata blanca, y la convertía en su padre. Pero no pensaba en Lucía cuando comía olivas, aunque fuera de manera agresiva, ni siquiera irada. Cuando comía olivas sólo podía pensar en Pantaleón.
Pantaleón como el marido celoso, como el hermano, el amante, el hijo. Pantaleón y las olivas. Pensó algunas veces en rastrearla, pero se sabía poco constante. Un tipo como él no perseguía muchachitas.

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