Orfanato. Parte I

Daniel siempre había sabido que ese era un lugar especial. No era el crujido de las hojas secas al partirse, ni el olor a tierra húmeda y a tarde de domingo. Tumbarse en ese tejado significaba desoír la voz de Alberto, subir adónde las quejas rotas no le alcanzaran.

Si había suerte y esa noche había llovido, se apreciaban al fondo las figuritas al pie de la iglesia. Esos niños no sabían de la existencia de Daniel, y eso, lejos de enojarle, le divertía. Podía ser invisible, aunque fuera a ratos y sólo para algunos ojos. Sabía que cruzadas algunas de las grandes avenidas, el chaleco y las botas se convertían en un disfraz. Y ese poder le fascinaba. Nadie le conocía y podía descubrir qué se sentía al pasear cerca de los plátanos y las tiendas caras de dulces.

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