Siete días

Le gustaba el fresco que le recorría los pies cuando andaba descalza por la casa.
El tacto entrecortado de la piel cubierta de sal.
Hasta había empezado a apreciar el alboroto en el pelo, que delataba las cabezadas sobre la hierba.
Aun podía esculpir, si cerraba los ojos bien fuerte, todos los rasgos del bajista. Sus manos, sobretodo sus manos, que a él le parecían tan toscas,  ella las recordaba si el viento le erizaba la piel.
En el patio, cerca del naranjo, crecía un arbusto de importación.Cuando se instalaron apenas era visible, pero ahora se agigantaba en medio de la parcela. Jaime quería cortarlo.
Quería plantar algo más apropiado, más justo como le gustaba decir. Pero el arbusto se las arreglaba para sobrevivir a los constantes ataques de desalojo. A la sal, a las altas temperaturas, a algún que otro tijeretazo.
Y a ella le divertía presenciar esa lucha, que Jaime nunca reconocería pero que constituía cierta amenaza para su marido, la advertencia de que el equilibrio nunca es del todo posible.

 Entre tanto, la libreta negra estaba a todas horas sobre su mesita. La recordaría para siempre en el lado opuesto de la cama, velando las noches de Claudia, que nunca quiso guardarla, ni encerrarla en un cajón.
Existía un pacto implícito entre ellos que no le permitía a Jaime abrir esa libreta. Algunas veces, cuando se encontraba a solas en la habitación y se daba cuenta de su presencia, se sentía desafiado.

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